viernes, 1 de agosto de 2008

Villar Borda por Plinio Apuleyo: Historia de una gran amistad

Mi más viejo amigo: memoria de una generación


Luis Villar Borda, al centro, con el presidente Carlos Lleras Restrepo. Villar fue ponente de la reforma constitucional de 1968, crucial para el gobierno Lleras. Foto: Archivo particular

Por: Plinio Apuleyo Mendoza*

Era él, Luis; Luis Villar Borda. Nos conocimos cuando él debía tener siete años y yo seis. Era mi compañero de pupitre en el Liceo de Cervantes, una vieja casa en el centro de Bogotá, con desolados patios de cemento y unas escaleras de madera que parecían temblar cuando subíamos con estrépito al piso superior. No podíamos imaginar entonces que íbamos a ser amigos toda la vida, sin perdernos nunca de vista, desde entonces hasta la vejez, que en su caso fue algo prematura porque antes que cualesquiera de sus amigos sus cabellos adquirieron un intenso color gris plata, antes de quedar completamente blancos, y su andar se hizo cauteloso, pausado, sin que por ello perdiera una inteligencia aguda y una ironía mordaz que le brillaba en los ojos y en las palabras a la hora de analizar cualquier acontecimiento político.

A mí me sorprendía que mi vecino de pupitre, cuando aún no había cumplido 10 años, trajera El Tiempo a la clase, me hablara de los debates en el Congreso o del avance de los ejércitos aliados en Europa. Desde entonces algunos lo veían como un alumno con hábitos de viejo cuando en realidad era un muchacho precoz, un adelantado. En el recreo, en vez de jugar al fútbol, se quedaba tirado en el prado leyendo un libro, el mismo que en clase enmascaraba en el texto de Historia Sagrada. No eran aún las novelas de Dumas o de Zolá que más tarde, en el bachillerato, me haría leer, sino libros de aventuras que aparecían entonces en serie en torno a dos personajes: 'La Sombra' o Bill Barnes, un aviador americano que afrontaba toda suerte de riesgos. Me los prestaba. Muy pronto descubrimos que fuera de los 10 centavos del tranvía, no teníamos nunca plata para comprar una coca-cola porque pertenecíamos a esa particular categoría (a la cual se sumarían más tarde Camilo Torres y Alberto Dangond) de muchachos pobres y de buena familia. Vivíamos en viejas casas del centro de un solo piso con patios y matas de geranios y no teníamos estilógrafos Parker como los demás condiscípulos sino tinteros y plumas de poco precio, y algo me decía que él heredaba los trajes de Carlos, su hermano mayor: unos nickers café que muy pronto desaparecerían del todo.

Influido por sus precoces lecturas e indagaciones, muy pronto empezó a asumir posiciones anticlericales muy opuestas al espíritu conservador y tradicionalista dominante en el Liceo, donde se nos invitaba a ser ejemplares caballeros cristianos. Cuando descubrió que Alfonso Casas, sobrino del rector, entonces un joven javeriano vestido de luto y muy cercano a la extrema derecha, nos hacía marchar hasta Usaquén mientras cantábamos Cara al sol y levantábamos el brazo en un saludo, fue el único capaz de advertirme: "Ese es el himno de la Falange española y el saludo lo inventó Mussolini". Desde entonces fue mi guía por los senderos de una izquierda que él nunca abandonó aunque yo sí, pero muchos años más tarde.

Gabo y Camilo Torres

Fuimos gaitanistas en un colegio donde nuestros condiscípulos, muchachos de buenos apellidos, llamaban a Gaitán 'El Negro' y a sus huestes, la chusma, por lo que oían decir a sus padres. Luis nos llevaba a Camilo Torres y a mí a las vibrantes conferencias de Gaitán los viernes en la noche al Teatro Municipal. Platea, palcos, corredores, vestíbulos y los alrededores del teatro estaban llenos de una multitud compacta y febril que parecía envuelta en los espesos olores de la pobreza, mientras intentábamos colarnos en uno de los palcos. Vestidos como caballeros del Cervantes, debíamos inspirar sospechas. "Estos como que huelen a oligarquía", oí decir a alguno con venenoso sarcasmo, y Luis se apresuró a susurrarme, inquieto: "¡Quítese la corbata, carajo!".

No había cumplido Luis 17 años cuando en vacaciones empezó a trabajar, gracias a la gestión de algún pariente, en la Beneficencia para registrar en una planilla el número de entradas a los cines. Yo lo acompañaba a veces a hacer el conteo de las boletas vendidas y eso me permitía ver películas sin pagar, como la inolvidable Casablanca. Tanto entusiasmo nos produjo, a él y a mí y también a Carlos Celis y a Alberto Dangond, otros invitados suyos, que con ese motivo me tomé con ellos, al salir, las primeras cervezas de mi vida. Alguna vez el portero de un cine popular nos invitó a beber "pita" en un horrendo cafetín de Las Cruces. "Es la champañita de los pobres", decía a propósito de aquella bebida fermentada y clandestina. No fuimos capaces de rechazar su oferta para no ganar fama de oligarcas con aquel gaitanista raso. Alguien me vio y se lo contó a mis tías lo que provocó en ellas y luego en mi padre un alarmado estupor. No podían entender que un muchacho tímido y aficionado a los libros anduviera en Las Cruces emborrachándome con chicha. Al terminar el bachillerato, Luis ingresó en la Universidad Nacional para estudiar Derecho. Un año después, cuando dejé el Liceo, no quise seguir su misma carrera. Me parecía horrible pasar la vida en notarías y juzgados. Me hubiese gustado seguir Filosofía y Letras pero mi padre veía este propósito con mirada compasiva. "Te vas a morir de hambre", me decía. Así que, mientras aclaraba mi destino, acepté trabajar con él en una revista llamada Reconquista. Lo acompañaba a sus giras con Gaitán, cuando era ya jefe del liberalismo, y más de una vez me tocó transcribir los discursos del líder y llevárselos a su oficina para su revisión. Luis y yo estábamos seguros de que sería el próximo presidente.

Nos veíamos con frecuencia en un café de la calle 14, un antro como todos los de entonces, lleno de humo, de olores rancios, de estudiantes y empleados que pasaban el día hablando de política. Allí, un día me presentó a un muchacho costeño, flaco, descuidado y alegre, condiscípulo suyo en la Facultad de Derecho, que entró en el café y se sentó en nuestra mesa. Era Gabo, nada menos. A mí me escandalizó que de inmediato le hiciera propuestas a la camarera mientras le pasaba la mano por el trasero. Luis, en cambio, parecía muy divertido. Lo examinaba como si fuese un personaje folclórico. "Es un caso perdido -me dijo cuando Gabo se fue-. No mira los códigos, falta a clases, amanece en cualquier parte. Pero -y aquí su don de observador le saltó a las pupilas abriéndole a ese compañero suyo una luz de redención y esperanza- escribe cuentos. Ulises (Eduardo Zalamea Borda) le ha publicado dos en El Espectador".

Ahora que lo pienso, Luis siempre siguió con atención el rumbo que tomaba la vida de sus amigos. El de Camilo Torres y el mío, por ejemplo. Recuerdo el día que Isabel Restrepo lo llamó alarmada para pedirle que fuera a sacar a su hijo de un extraño encierro que se había impuesto luego de unas vacaciones en el Llano. Yo lo acompañé. Era un sábado en la tarde. Camilo, abrigado con una ruana blanca, aceptó bajar con nosotros a la calle sin que por ello perdiera un aire absorto, como ausente, muy extraño. Descendíamos hacia la carrera quinta por la calle 18, donde quedaba su apartamento, cuando decidió contarnos su secreto. "He decidido hacerme sacerdote", nos dijo. Guardó silencio y sin mirarnos, como si hablase consigo mismo, agregó: "Lo más duro ocurrió ayer. Se lo dije a Teresa, mi novia".

Aquella decisión debió sorprenderme menos que a Luis. Había hablado con Camilo de un hallazgo común fruto de reflexiones y lecturas. Era la idea algo mística de que solo el amor al prójimo daba respuesta a las desventuras de la condición humana. "Aun si Dios no existe -le decía yo, que acababa de leer El existencialismo cristiano de Etienne Marcel-, esa exhortación de Cristo es válida". Ambos nos cuidábamos de transmitir esas inquietudes metafísicas a Luis, capaz de destruirlas con algún comentario. Pero la decisión de Camilo de hacerse sacerdote la tomó muy en serio. Le guardó el secreto durante varios días. Lo acompañó a la Estación de la Sabana para que tomara el tren a Chiquinquirá donde debía entrar a un seminario de los padres dominicos. (Esa primera tentativa fue frustrada por la propia Isabel que sacó a Camilo de una oreja cuando ya se hallaba en el vagón).

Finalmente Luis se ocupó también de mi propio destino. Cuando descubrió que yo pasaba las tardes de sábado encerrado en la Biblioteca Nacional leyendo versos de Baudelaire y de Verlaine, me dijo: "Tú tienes que irte a París, y yo te voy a decir cómo". Me llevó a ver en un café de la calle 12 a Pepe Gutiérrez, estudiante de Medicina amigo suyo (luego sería mío). Pepe, a punto de viajar a Francia, había descubierto una extraña maroma financiera que le permitía estudiar allí sin costo para la familia. Se trataba de comprar al cambio oficial de dos pesos por dólar el cupo de 250 dólares que se otorgaba en la época a los estudiantes. Guardaba uno 100, suma suficiente para sobreaguar entonces modestamente en París, y devolvía los 150 restantes que, vendidos al cambio negro, pagaban la totalidad del giro. Yo no podía creerlo. Me veo saliendo de aquel café, mientras sonaban en el crepúsculo las campanas del rosario, soñando que gracias a Luis el París de Baudelaire iba a ser mío.

La Europa de los 50

Fue una verdadera diáspora provocada por el bajo costo de vida en Europa y por la terrible situación que vivía el país en aquellos años de sangre y fuego; los años de la violencia, los llamarían después. Lo cierto es que París, en los 50, fue el punto de encuentro de mucha gente de mi generación. Vivíamos en buhardillas de Saint Germain des Pres, nos encontrábamos en los cafés y restaurantes de estudiantes, y nuestras simpatías se ubicaban, casi sin excepción, en los linderos del comunismo.

Las cartas de Luis nos pintaban la terrorífica situación que se vivía entonces en campos y ciudades, e incluso en Bogotá donde llevar una corbata roja podría constituir un peligro por obra de "pájaros" y "chulavitas". Todo indicaba que él también era muy cercano a las juventudes comunistas cuyo más calificado dirigente era amigo nuestro, condiscípulo en los tiempos del Liceo: Fernando Hinestrosa. A título de "progresista" este me hizo llegar con Luis una credencial para asistir en Praga al Festival de la Juventud. Allí desfilamos bajo los retratos de Marx, Lenin y Stalin, y de las pancartas con la paloma de la paz pintada por Picasso. Ignorábamos la sombría realidad que encubrían el régimen checo y los demás gobiernos comunistas de Europa del Este. De ese sarampión ideológico ninguno de nuestros amigos se salvaba en París. Comunistas o progresistas eran conmigo Pepe Gutiérrez y Gustavo Vasco, Armando y Pablito Solano, Marta Traba, Hernán Vieco y Rogelio Salmona, Alberto Zalamea y Germán Samper, los Gónima y hasta el propio Gabo, quien apareció por allí a finales de 1955.

Pero una cosa era quedarse en París para seguir en el humo de las cavas existencialistas los debates entre Sartre y Camus, y otra regresar a Bogotá para enredarse en inútiles actos conspirativos, primero contra el gobierno de Laureano Gómez y más tarde contra el de Rojas Pinilla. Pepe Gutiérrez aprendió a fabricar explosivos para lanzar al aire hojas de propaganda en los jardines de Armando Solano, y dueño de ese invento dejó su Hotel Welcome y se volvió a Colombia. Igual decisión tomó Gustavo Vasco y acabó en la cárcel. Sin dinero para continuar mis proyectos en París, tuve que irme por un par de años a Venezuela donde mi padre se hallaba en exilio. Me enteraba de las andanzas de Luis a través de sus cartas. Finalmente, a punto de caer en las redes de los organismos de seguridad del gobierno de Rojas, tuvo que exilarse en Alemania Oriental, becado en Leipzig por el Partido Comunista. Con algún dinero ahorrado volví en 1955 a París para encontrarme con Gabo en la misma calle del Barrio Latino, la rue Cujas.

Gabo era entonces un periodista muy conocido que había llegado a París como corresponsal de El Espectador, sin sospechar que poco después el diario sería cerrado por Rojas Pinilla. Nos hicimos amigos la noche de diciembre en que, al salir de un restaurante, vio la nieve por primera vez y empezó a dar saltos locos de alegría por el bulevar Saint Michel. Muy pronto descubrimos nuestro deseo de conocer de cerca el mundo socialista de nuestros sueños. "¿Por qué no vamos a visitar en Leipzig al doctor Villar Borda?", me preguntó un día Gabo. Sin pensarlo dos veces nos fuimos, acompañados por Soledad, mi hermana, en un diminuto Renault que yo había comprado. Un gran choque nos produjo aquel encuentro con el mundo comunista, las siniestras ciudades, los camiones rusos en las carreteras y ese bar de Leipzig donde los parroquianos bebían con la desesperación de quien bebe su última copa, y lo que nos contó un pobre funcionario acompañado por su mujer y dos muchachas cuando supo que éramos turistas. Todo esto ya lo había descubierto Luis.

Con todo, decidimos ir al Festival de la Juventud en Moscú, en el verano de 1957. Ahí estábamos Luis, Gabo y yo acompañados por Pablito Solano, Teresa Salcedo, Hernán Vieco y una docena de amigos. Nos tomamos fotos en la Plaza Roja, visitamos el mausoleo donde yacían los cuerpos momificados de Lenin y de Stalin y recorrimos miles de kilómetros en tren por los vastos parajes de la Unión Soviética hasta llegar al canal Volga - Don, donde se alzaba una gigantesca estatua de Stalin. Ahí debió terminar nuestro fervor por el mundo socialista, sin que por ello abandonáramos los predios míticos de la izquierda.

Nuestro escenario común en los años 60 no fue Europa sino Colombia. Dos fervores lo marcaron: Cuba y el MRL encabezado por López Michelsen. Después de una nueva estancia en Venezuela, donde vimos de cerca como periodistas la caída de Pérez Jiménez y la llegada de la democracia, Gabo y yo nos hicimos cargo de la agencia cubana Prensa Latina en Colombia. Luis tenía en la calle 12 con carrera sexta su oficina de abogado con Servio Tulio Ruiz, y andaba metido en una organización de izquierda cuyo vocero era un semanario llamado, si mal no recuerdo, La Gaceta, antes de que termináramos todos unidos bajo la jefatura de López como opositores del Frente Nacional.

Ramiro Andrade, Luis y yo fundamos las Juventudes del MRL, grupo ultra castrista que veíamos como una vanguardia revolucionaria, cuyo lema era Ni un paso atrás y su distintivo unos chacos colorados con los cuales aparecíamos en lugares tan candentes como Puerto Boyacá. Enviado por nosotros, Luis se entrevistó con Fidel Castro en La Habana y obtuvo de él la oferta de entrenar política y militarmente muchachos nuestros en Cuba. De esa experiencia, quién iba a creerlo, surgió el Eln, pues muchos de los jóvenes entrenados solo creían en la guerra de guerrillas y no confiaban en la vía electoral. Se metieron al monte. Varios de ellos, hasta entonces muy cercanos a nosotros, murieron en la primera etapa de esa lucha armada. Y también, dentro del Eln, Camilo Torres.

Llegué a sospechar que Camilo iba a seguir la vía armada. Recuerdo una conversación que tuvimos en Barranquilla, donde yo había decidido refugiarme algo desengañado de todas esas locuras y del rumbo comunista que había tomado la revolución cubana. "¿Dónde vas a dejar aquel amor al prójimo de que hablábamos hace 20 años? -le pregunté-. Amor y violencia no van juntos". "Plinio -me respondió-, el amor tiene que ser eficaz, y para serlo se necesita crear por la vía de la lucha armada una nueva sociedad donde no haya ni explotadores ni explotados". Tiempo después, al abrir en un estacionamiento de Barranquilla el diario de la tarde, me encontré con la noticia de su muerte, los ojos se me nublaron de lágrimas. A mi segunda hija, que acababa de nacer, le puse el nombre de Camila).

En los años 70, tanto Luis como yo y quizás toda nuestra generación ya próxima a los 40 años, entramos al fin en el mundo de la realidad. Cada cual a su manera. Luis llegó al Congreso e inició una carrera política antes de convertirse en un destacado diplomático. Yo decidí que debía ponerme a escribir, después de haber perdido muchos años, y me refugié con mi primera esposa y mis dos hijas en un pueblito de Mallorca antes de que Gabo me tendiera un puente de sobrevivencia al proponerme como editor o jefe de redacción de la revista Libre, que agrupó en París a los escritores del 'boom' latinoamericano. Escribí en esos primeros años El desertor y más tarde Años de fuga (Premio Plaza y Janés) en la que hay un personaje apellidado Vidales, que es copia fiel de Luis. Es el compañero de juventud de mi protagonista, el muchacho que a su lado vive en las calles de Bogotá la hecatombe del 9 de abril. Y así fue, en realidad.

Como sea, pese a seguir vías aparentemente opuestas, nunca dejamos de encontrarnos, en París, Roma o Bogotá. Me sorprendía verlo como presidente de la Cámara, como de embajador en Suecia, luego en China y más tarde en Alemania Oriental; como miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y autor de notables libros de Filosofía del Derecho o de agudos análisis como el que, en su calidad excepcional de testigo de la creación y el derrumbe del Muro de Berlín, escribió bajo el título de El último embajador. Había encontrado en el Externado de Derecho a nuestro amigo de la infancia y juventud, Fernando Hinestrosa, y allí había ganado un extraordinario prestigio como catedrático y el afecto y la devoción de sus alumnos.

Sin saber a qué horas resulté siguiendo sus pasos cuando fui designado por el presidente Gaviria embajador de Colombia en Italia y más tarde, por el presidente Uribe, embajador en Portugal. Como cada año él viajaba a Europa para asistir a seminarios y conferencias, teníamos oportunidad de recorrer museos, hablar de libros y de la política colombiana. Mantenía el humor de siempre, una admirable capacidad de análisis y una infinita curiosidad intelectual. Nuestro inevitable amigo de enlace en Bogotá era Alberto Dangond Uribe. Nos invitaba a almorzar cualquier domingo al Country Club y allí, sentados en la taberna, con los prados de golf a la vista, volvíamos a ser los traviesos condiscípulos del Liceo de Cervantes con una conversación chispeante, salpicada de risas. Solo al ver las manos de Luis maltratadas por la artrosis y al observar a la salida la gorra de lana y el bastón que usaba me daba cuenta del tiempo transcurrido desde que era mi vecino de pupitre en el Liceo.

Recuerdo la última vez que lo vi, a fines del año pasado, una de esas soñolientas tardes de domingo de Bogotá. Conocí el apartamento donde vivía, lleno de libros, como siempre, y en los estantes fotografías de cuando éramos jóvenes y andábamos en París o en la Plaza Roja. Pero al dejarlo tuve la sensación de que, solterón irremediable, su compañera más leal había sido siempre la soledad. Allí estaba al lado de sus libros.

Fue muy duro recibir la noticia de su muerte. Me la dio desde Bogotá mi hermana Consuelo. Me encontré de pronto en la soledad, la luz y el calor del estío madrileño, deseando estar al lado de los suyos y de tantos amigos comunes, y con la sensación de que su muerte anunciaba la inexorable despedida de nuestra generación, la nuestra, que nunca dio un presidente (el poder pasó de Virgilio Barco a Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe...) pero sí nombres tan relumbrantes como los de Gabo y Botero. A pesar de engañar tramposamente a la vejez con proyectos de todo orden y una actividad desbordada, tuve por primera vez la impresión muy real de que la vida es frágil y efímera; tanto como esas hojas amarillas del otoño cuando empieza a soplar el viento.

*Especial para CAMBIO
Madrid, julio de 2008